La infancia: una etapa clave en la transmisión
Catherine Gueguen es pediatra desde hace más de treinta años y se ha especializado en educación positiva.
En su colaboración en el libro Transmitir explica la importancia de la transmisión en las etapas tempranas de la vida y pone un énfasis especial en el estudio del cerebro y las emociones de los niños.
Nelson Mandela acertó al decir que «la educación es el arma más poderosa que tenemos para cambiar el mundo».
En una fase muy temprana de mi práctica tuve la intuición de que la bondad y la empatía eran fundamentales para el desarrollo del niño. El hecho de que muchas publicaciones científicas actuales lo confirmen es una excelente noticia para hacer evolucionar nuestra relación con los niños.
LA IMPORTANCIA DE UNA RELACIÓN BONDADOSA Y EMPÁTICA
La gran mayoría de los niños y niñas son, en efecto, víctimas de la violencia educativa en su familia o en la escuela, y eso al margen del lugar del mundo en el que vivan. Cuatro de cada cinco niños están sometidos a una disciplina física o verbal violenta y el 80% recibe bofetadas, cachetes u otros castigos corporales.
Cuando los padres acuden a la consulta con su hijo con el pretexto de que es intratable o agresivo, les pregunto si le gritan. Es muy habitual que respondan: «¡Evidentemente, no tenemos opción, es insoportable!».
¿Se ha preguntado usted si es normal que un niño de dos años ruede por el suelo en un arrebato de ira? ¿Ha pensado u oído decir de su hijo o de uno de sus compañeros de guardería que son «malos» porque han golpeado, arañado o mordido a otro niño?
La mayoría de los padres se informan minuciosamente de la evolución física de su hijo, pero desconocen las fases de su desarrollo afectivo y emocional. Y especialmente ignoran el hecho de que el córtex orbitofrontal, que controla los impulsos y las emociones y del que hablaremos más adelante, empieza a madurar entre los cinco y los siete años, y en función de la actitud del entorno.
Hoy me parece esencial dar a conocer esta fase normal de la evolución del niño, durante la cual carece de las herramientas para regular sus emociones. No es que no quiera, es que no puede. No se controla. No puede calmarse, evaluar la situación y decir: «Estoy aterrado, pero comprendo por qué, no es tan grave, voy a encontrar una solución para no tener miedo ni enfadarme».
Padece estas tormentas emocionales con toda su fuerza, vive un verdadero sufrimiento, una gran angustia, pánico, una tristeza profunda. No se trata de caprichos ni de trastornos patológicos del desarrollo. Y no se está convirtiendo en un tirano.
No se trata de ceder cuando no está justificado y no soy en absoluto favorable a una educación laxa: el adulto debe transmitir valores, pero puede hacerlo comprendiendo al niño, ayudándolo a expresar sus emociones y confiando en él. Y esto es algo muy diferente. Por ejemplo, el adulto podrá decir: «No hay que morder a los demás, pero confío en ti, cuando crezcas descubrirás que eso no hay que hacerlo». La actitud es determinante: la dulzura, la calidez, el tono de la voz, la mirada, todos estos elementos son esenciales.
EL CEREBRO BAJO LA LUPA DE LAS NEUROCIENCIAS AFECTIVAS Y SOCIALES
Las neurociencias afectivas y sociales se interesan por lo que ocurre en nuestro cerebro cuando experimentamos emociones y sentimientos, o cuando interactuamos con los demás. Uno de los fundadores de esta corriente es Allan Schore, célebre neuropediatra que fue uno de los primeros en subrayar el papel capital de los adultos en el desarrollo del córtex orbitofrontal del niño.[1]
Sin embargo, aún estamos en la primera fase de la exploración del cerebro, una estructura eminentemente compleja y dotada de cien mil millones de neuronas, células nerviosas que vehiculan fenómenos químicos y eléctricos. Los neurotransmisores, moléculas químicas, transmiten información de una neurona a otra a través de las sinapsis. Muy esquemáticamente, podríamos decir que tenemos tres cerebros:
El cerebro reptiliano es una estructura arcaica útil para nuestra supervivencia. Cuando se siente en peligro, nos empuja a atacar o a huir, o nos sume en un estado de bloqueo.
El cerebro emocional.
El cerebro superior o neocórtex.
De estas estructuras cerebrales parten múltiples circuitos neuronales.
El cerebro superior es la sede de importantes funciones como las funciones intelectuales (el lenguaje, las capacidades de aprendizaje), las funciones motrices y sensoriales, la conciencia, la presencia en el espacio y muchas otras.
• El lóbulo prefrontal, en la parte delantera del cerebro, es un elemento clave de este córtex. Y en el lóbulo prefrontal se aloja el córtex orbitofrontal, una pequeña estructura situada justo detrás de nuestra frente. Nos ayuda a calmarnos y a tomar las decisiones adecuadas para no dejarnos desbordar por nuestras emociones, agredir verbal o físicamente a otro, huir de inmediato o permanecer inmovilizados y en estado de bloqueo.
• La amígdala, que produce la secreción de las moléculas del estrés, el cortisol y la adrenalina, opera con plenas capacidades desde el nacimiento. Por ello, los niños pequeños, e incluso los recién nacidos, que aún no disponen de herramientas para serenarse, pueden experimentar un miedo intenso. Además, la amígdala almacena el recuerdo de nuestros miedos, sin que seamos conscientes de ello.
• El hipocampo, que asegura la memorización consciente y es, por tanto, responsable de nuestro aprendizaje, es funcional a partir de los tres o los cinco años, lo que explica por qué tenemos pocos recuerdos del periodo anterior. El hipocampo es extremadamente frágil y sensible al estrés. El cortisol producido por el estrés agrede a las neuronas del hipocampo, frena su multiplicación y puede llegar a destruirlas. Por el contrario, los estímulos aumentan su volumen. Joan Luby, investigadora de San Luis, en Estados Unidos, ha mostrado que, cuando la madre alienta y estimula a su hijo cuando es pequeño, el hipocampo de este último aumenta de volumen.[2]
• Por último, la oxitocina. La oxitocina genera la secreción de tres moléculas extremadamente importantes para el desarrollo del ser humano: la dopamina, las endorfinas y la serotonina. La dopamina nos motiva, nos transmite el deseo de vivir y nos hace creativos. Las endorfinas, que son opiáceos, nos procuran bienestar. La serotonina estabiliza el estado de ánimo. También llamada la hormona del amor, la oxitocina procura bienestar, es un poderoso ansiolítico y nos ayuda a percibir las emociones y, por lo tanto, a ser más empáticos. En un estudio realizado por Adam Guastella, investigador australiano, se comprobó que las personas que recibían una pulverización intranasal de oxitocina descifraban mejor las expresiones del rostro y de los ojos.[3] Los ojos están vinculados al córtex orbitofrontal y son la emanación directa del cerebro y de las emociones. El mero hecho de mirar al otro con una mirada bondadosa libera oxitocina tanto en nosotros como en el otro.
Los investigadores en neurociencias afectivas y sociales saben hoy que el cerebro del niño –especialmente durante los dos primeros años de vida– es mucho más inmaduro, frágil y vulnerable de lo que hemos imaginado hasta ahora. Dado que una gran parte de nuestro cerebro se consagra a las relaciones sociales, la calidad de esas relaciones es determinante. Las investigaciones también demuestran hasta qué punto es maleable el cerebro del niño. Cada interacción humana influye en la secreción de moléculas cerebrales, el desarrollo de las neuronas, las sinapsis que aseguran la conexión entre las mismas, los circuitos neuronales, las estructuras cerebrales e incluso la expresión de ciertos genes. Por lo tanto, el entorno familiar y social del niño o del adolescente ejercen un impacto profundo en su cerebro intelectual y afectivo.
Además, la epigenética demuestra que los factores ambientales pueden modificar el programa genético que nos han transmitido nuestros ancestros. Nuestras relaciones, nuestra alimentación, el entorno físico, la polución y todo aquello que vivimos influyen en la expresión de algunos de nuestros genes. En la actualidad podemos afirmar que el contexto en el que evolucionamos prima sobre los genes.
LOS PELIGROS DEL MALTRATO EMOCIONAL
Muchos de los niños que recibo en consulta me confiesan: «Me da terror cuando la maestra o mis padres me fruncen el ceño».
El maltrato emocional es todo aquello que humilla, critica y castiga al niño, le da miedo, lo aísla o lo rechaza. En la escuela, un niño con miedo, sometido a presión en lugar de ser estimulado, corre el riesgo de sufrir en su aprendizaje, sacar malas notas y sentirse aún más incapaz y humillado hasta el punto de no tener la energía suficiente como para presentarse en clase.
La investigación científica muestra hasta qué punto gritar a un niño, culpabilizarlo, amenazarlo y castigarlo con el pretexto de que es caprichoso o insoportable no solo es contraproducente, sino nocivo. El estrés bloquea la producción de oxitocina, dopamina, endorfinas y serotonina y puede reducir el volumen del hipocampo.
«Eres inútil, incapaz»: padecer este tipo de humillación verbal representa un verdadero estrés.
Por otra parte, todo lo que sitúa al niño en un estado de competencia o comparación con los demás bloquea la secreción de oxitocina y dopamina. Bruce McEwen, investigador neoyorquino especialista en el efecto del estrés en el cerebro de los niños, demuestra que un estrés permanente altera la secreción del factor neurotrópico cerebral o FNDC,[4] una molécula vital para el desarrollo de la plasticidad del cerebro que interviene en la proliferación, supervivencia y diferenciación de las neuronas y sus conexiones, y tiene repercusiones en el córtex prefrontal, el hipocampo y el cuerpo calloso.[5]
En una importante síntesis publicada en 2013, Rebecca Waller muestra claramente el impacto de la educación punitiva y severa en los niños: retraso en el desarrollo emocional, afectivo, intelectual, relacional, riesgo de conductas agresivas, comportamientos adictivos, depresión e incluso trastornos de la personalidad.[6]
Anne-Laura van Harmelen, investigadora holandesa, ha demostrado que el maltrato emocional reduce el tamaño del córtex orbitofrontal.[7]
Haber sido expuesto a palabras hirientes y humillantes en la infancia puede implicar depresiones, ansiedad o la agresividad de la delincuencia, incluso trastornos de la personalidad. Martin Teicher, investigador de Harvard, ha demostrado que los malos tratos emocionales en la infancia tienen efectos desastrosos en el adulto, con depresiones, trastornos de la personalidad, etc.[8]
Cientos de estudios han puesto de manifiesto que los castigos corporales, los cachetes y las bofetadas son extremadamente nocivos. Jamie Hanson, de la Universidad de Wisconsin, ha demostrado que los diversos castigos corporales disminuyen el tamaño del córtex orbitofrontal. La canadiense Tracie Afifi constata que los cachetes, considerados educativos en Francia, provocan trastornos del ánimo, depresión, manía, ansiedad, adicciones y trastornos de la personalidad.[9]
En 2007, un estudio de James Heckman, premio Nobel de economía, y de Dimitri Masterov, demostró que un dólar invertido en la primera infancia permitiría economizar cien dólares al prevenir, en la edad adulta, el riesgo de desempleo, exclusión social, delincuencia y todo tipo de desviaciones, y que, cuanto antes se realizara la inversión, más importante sería el impacto.[10]
LA RESILIENCIA
Cuando se han sufrido humillaciones verbales y físicas en la infancia, ¿cómo resistir, es decir, cómo podemos reconstruirnos?
No sorprende que los principales factores de resiliencia sean las relaciones de naturaleza empática, bondadosa y de apoyo. En 2014, Sarah Whittle, investigadora australiana, publicó un estudio realizado con adolescentes.[11] Ese estudio fue realizado con madres, pero sin duda observaríamos el mismo resultado con los padres u otros adultos. Demuestra que, cuando una madre mantiene una actitud cálida y de apoyo hacia su hijo adolescente, su córtex orbitofrontal se reactiva. Esto significa que, pese a una infancia difícil, podemos recuperarnos en la adolescencia.
La oxitocina contribuye a reducir la ansiedad social y estimula la cooperación. Según Ruth Feldman, nuestro cuerpo produce oxitocina cada vez que cuidamos a alguien, lo mimamos o nos beneficiamos de una relación bondadosa, un ambiente cálido o una conversación agradable. De hecho, existen múltiples ocasiones para llenar nuestra reserva de oxitocina, aunque no hayamos recibido una gran dosis en nuestra infancia.
Cuando no se ha tenido la suerte de crecer rodeado de empatía, esta se trabaja, se aprende, especialmente en grupos de comunicación no violenta.
La meditación de la conciencia plena también refuerza los factores de resiliencia, apacigua y contribuye a un mejor equilibrio emocional.
ALGUNAS REFERENCIAS PARA TRANSMITIR A LOS NIÑOS LO MEJOR DE NOSOTROS MISMOS
Una vez más, los recientes descubrimientos de las neurociencias son fundamentales. Revelan los muy nocivos efectos de la humillación verbal y física en el cerebro del niño y del adolescente, contrariamente a las relaciones empáticas y bondadosas, que estimulan el desarrollo global de su cerebro, aumentan su sentimiento de bienestar y de confianza y disminuyen su agresividad y su ansiedad. Nos muestran así el papel primordial de la transmisión del entorno en el desarrollo intelectual y afectivo del niño y nos recuerdan que en todo momento podemos ayudarlo a transformarse y evolucionar en un sentido positivo.
Demostrar empatía
Desde Bowlby sabemos que el niño tiene necesidad de un apego seguro con un adulto. Sin embargo, este apego seguro solo es posible si el adulto es empático, lo que le permite percibir y descifrar las emociones del niño, interpretarlas correctamente y responder a ellas con rapidez y de forma apropiada.
Para Jean Decety, célebre investigador francés, la empatía se compone de tres elementos:
La empatía afectiva, que consiste en sentir y compartir las emociones de los demás, pero sin establecer confusión alguna entre los demás y nosotros mismos (pensamos espontáneamente en esto cuando hablamos de empatía).
La empatía cognitiva, que aspira a comprender las emociones y los pensamientos de los demás.
La atención empática, que incita a cuidar del bienestar de los demás.[12]
En sus investigaciones, Nancy Eisenberg subraya otro punto esencial: cuantas más experiencias empáticas viva el niño, más aumentará su sociabilidad y disminuirán los comportamientos agresivos o antisociales.[13] Para Celia Brownell, la sociabilidad natural del niño se refuerza ayudándolo desde su más tierna edad a expresar sus emociones y hablándole de las nuestras.[14]
Controlar las emociones
No controlamos el surgimiento de nuestras emociones: nos sentimos irritados, tristes, nerviosos. Es así. Pero podemos regular estos estados emocionales: el córtex orbitofrontal, del que ya hemos hablado, está diseñado para ayudarnos a afrontar lo que se presente.
Para ello es esencial estar conectado a las propias emociones. Nuestras emociones son mensajes sobre nuestros deseos y nuestras necesidades profundas. Cuando estamos llenos de energía, entusiastas y felices, estas emociones positivas nos indican que nuestra vida corresponde a lo que deseamos profundamente, que estamos en el buen camino. Por el contrario, la ansiedad, la tristeza y la depresión son señales que sirven para alertarnos: «Atención, tu vida no corresponde a lo que deseas, pero puedes cambiarla». Nuestras emociones están en el origen de la conciencia y del autoconocimiento.
Uno de los primeros en describir el circuito cerebral de las emociones fue Antonio Damasio,[15] en la actualidad director del Instituto Neurológico de la Emoción y de la Creatividad en Los Ángeles. El propio título de uno de sus libros, El error de Descartes, es elocuente: el intelecto es necesario para el desarrollo humano, pero las emociones también desempeñan un papel muy importante.
Cuando me ocupaba de niños maltratados y les preguntaba: «¿Cómo estás?», solían responder: «Muy bien». Creo que esta negación era un mecanismo de protección para no sufrir. Cuanto más nos maltratan, más nos alejamos de nuestras emociones. Muchos adultos no están vinculados a sus emociones porque han sufrido humillaciones y sus emociones han sido negadas.
Sin tener conciencia de ello, la mayoría de la gente educa a sus hijos impidiéndoles expresar libremente sus emociones. Cuando un niño llora o se enfada, se le dice: «Deja ya el berrinche y el teatro y vete a llorar a tu cuarto». Sin embargo, expresar las emociones en ese instante es necesario porque contribuye a tranquilizar al niño y regula el cerebro emocional.
Regular las emociones es algo que se aprende y que necesita entrenamiento.
Dar cuidados maternos
El investigador canadiense Michael Meaney ha demostrado que el estrés o, a la inversa, los cuidados maternos modifican la expresión de ciertos genes e influyen en nuestra forma de ser, nuestra reacción al estrés y nuestras facultades intelectuales, actuando sobre las neuronas del hipocampo, pequeña estructura cerebral dedicada a la memoria y el aprendizaje.[16] Cada vez que mimamos a alguien, le ayudamos a desarrollar su facultad de memorizar y aprender. Evidentemente, los «cuidados maternos» no se reservan a las madres. Cuidar, reconfortar, consolar, mimar, todas estas actitudes tienen un efecto muy positivo en la maduración del cerebro, los lóbulos frontales, los circuitos cerebrales y, por lo tanto, en las facultades intelectuales y afectivas. Y estos cuidados son beneficiosos a cualquier edad.
Otros estudios demuestran que los cuidados maternos aumentan el FNDC del que ya hemos hablado. En 2013, el investigador japonés Tetsuo Kida demostró que un contacto dulce y respetuoso con los niños activa su córtex prefrontal.[17] En 2014, la investigadora sueca Malin Björnsdotter confirmó que esos contactos hacen madurar el cerebro de los niños de forma global.[18]
MOSTRAR EL CAMINO
En 2017, cincuenta y un países del mundo disponían de una ley contra las humillaciones y los castigos corporales, entre ellos treinta y un países europeos, pero no Francia.
Aunque impulsados, en su mayoría, por buenas intenciones, a día de hoy muchos adultos siguen aplicando una educación hiriente, humillante e incluso maltratadora. ¿Por qué llamamos agresión al hecho de golpear a un adulto, crueldad a golpear a un animal y educación a golpear a un niño? Este tipo de comportamiento, esta violencia emocional, verbal o física hacia los más jóvenes y vulnerables no los ayuda ni a alcanzar la plenitud de sus facultades, ni a sacar buenas notas ni a comportarse bien; todo lo contrario.
Desde hace algunos años, cada vez son más los estudios en el campo de las neurociencias afectivas y sociales que confirman la importancia de crear relaciones empáticas y bondadosas para permitir que el cerebro del niño y del adolescente evolucionen de manera óptima, y ayudarlos así a desplegar plenamente sus facultades intelectuales y afectivas.
El adulto es un modelo muy poderoso para el niño: le muestra el camino. Para que los niños sean bondadosos y empáticos, es necesario que los adultos también lo sean. Por lo tanto, repensar nuestra relación con los niños es un reto esencial para mejorar su bienestar y transformar el mundo de mañana.
El regalo más hermoso que podemos transmitir a nuestros hijos es ofrecerles empatía, bondad y confianza. Nuestra sociedad puede llegar a ser un lugar más acogedor y pacífico si cambiamos nuestra actitud ante los demás, empezando por los más jóvenes. Pongámonos manos a la obra.
Notas:
1. A. Schore, «Modern attachement theory: The central role of affect regulation in development and treatment», Clinical Social Work Journal, 36, 2008, págs. 9-20.
2. J.L. Luby et al., «Maternal support in early childhood predicts larger hippocampal volumes at school age», PNAS, 109 (8), 2012, págs. 2854-2859.
3. A. J. Guastella, «Oxytocin increase gaze to the eye región in human faces», Biological Psychiatry, 63 (1), 2008, págs. 3-5.
4. Factor neurotrópico derivado del cerebro.
5. B. McEwen et al., «Stress effects on neuronal structure: Hippocampus, amygdala and prefrontal cortex», Neuropsychopharmacology Reviews, 41, 2016, págs. 3-23.
6. R. Waller et al., «What are the associations between parenting, callousunemotional traits, and antisocial behavior in youth? A systematic review of evidence», Clinical Psychology Review, 33, 2013, págs. 593-608.
7. A.L. Van Harmelen et al., «Hypoactive medial prefrontal cortex functioning in adults reporting childhood emotional maltreatment», Social Cognitive and Affective Neuroscience, 9, 2014, págs. 2026-2033.
8. M. Teicher et al., «The effects of childhood maltreatment on brain structure, function and connectivity», Nature Neuroscience, 17, 2016, págs. 652-666.
9. T. O. Afifi, «Resilience following child maltreatment: a review of protective factors», The Canadian Journal of Psychiatry, 56(5), 2011, págs. 266-272.
10. J. J. Heckman, D.V. Masterov, «The productivity argument for investing in young children», Applied Economic Perspectives and Policy, 29(3), 2007, págs.. 446-493.
11. S. Whittle et al., «Positive parenting predicts the development of adolescent brain structure: A longitudinal study», Developmental Cognitive Neuroscience, 8, 2014, págs. 7-17.
12. J. Decety, «The neural pathways, development and functions of empathy», Current Opinion Behavioral Science, 3, 2015, págs. 1-6.
13. N. Eisenberg, «Empathy-related responding: Associations with pro- social behavior, aggression, and intergroup relations», Social Issues Policy Review, 4(1), 2010, págs. 143-180.
14. C. Brownell, et al., «Socialization of early prosocial behavior: Parent’s talk about emotions is associated with sharing and helping in toddlers», Infancy, 18(1), 2013, págs. 91-119.
15. Antonio Damasio trataba a pacientes con lesiones en el córtex orbitofrontal y cuya vida era totalmente caótica (habían perdido todo sentido moral), aunque su cociente intelectual no había sufrido modificaciones. Damasio demostró que su incapacidad no tenía un origen intelectual, sino emocional. Su imposibilidad de experimentar emociones les impedía tomar decisiones.
16. M.J. Meaney, «Early environmental regulation of forebrain glucocorticoid receptor gene expression: Implications for adrenocortical responses to stress», Developmental Neuroscience, 18 (1-2), 1996, págs. 49-72.
17. T. Kida, «Gentle touch activates the prefrontal cortex in infancy: An NIRS study», Neuroscience Letters, 541, 2013, págs. 63-66.
18. M. Björnsdotter et al., «Development of brain mechanisms for processing affective touch», Frontiers in Behavioral Neuroscience, 8 (24), 2014, págs. 1-10.