Alan Watts define la inteligencia
Alan Watts (1915-1973) es una de las figuras más asombrosas y controvertidas del pensamiento llamado contracultura. De gran influencia en los convulsos Estados Unidos de los años sesenta, Alan Watts también era un eminente especialista en filosofía oriental.
En este fragmento de su libro Sencillamente así, el filósofo se detiene en la definición de inteligencia, acercándose al pensamiento oriental con el fin de obtener respuestas distintas a las convencionales en Occidente. La interdependencia, entre otros factores, es determinante para acercarnos a una definición y mejor comprensión de un Universo inteligente.
El occidental medio, cuyo sentido común y cuya perspectiva del universo deriva de las filosofías y el pensamiento científico en boga en el siglo XIX, se enfrenta a un obstáculo significativo. Por un lado, la organización del universo era supuestamente inteligente y reflejaba el teísmo dominante, que representaba antropomórficamente a Dios como a un anciano caballero barbudo que habitaba el cielo. Por otro lado, se nos dijo que ese Dios estaba irremediablemente muerto.
¿Qué significa esto en términos de un universo inteligente? Empecemos con la palabra inteligencia, que resulta difícil de describir. Es como la palabra amor; parece que todos sabemos lo que significa, pero intentemos definirla. Otro tanto ocurre con los términos tiempo y espacio.
Ahora bien, hay ciertos elementos de la inteligencia en los que la mayoría estaremos de acuerdo. Probablemente incluiremos la complejidad como uno de esos elementos, entendiendo que la complejidad es un sistema ordenado de diferentes categorías de sutileza. Pero esto nos plantea otro reto: ¿qué queremos decir con ordenado? Con esta palabra específica, ¿estamos insinuando que todo está en orden, como si hubiera sido inteligentemente dispuesto?
Utilizamos muchas palabras imprecisas. Las reconocemos cuando aparecen, pero no estamos seguros de su significado y no lo pensamos más. ¿Y si empezamos con la hipótesis de que nosotros somos inteligentes? También podríamos haber abrazado ese supuesto porque si no somos inteligentes, entonces nada lo es. Por lo tanto, siguiendo adelante, pongamos por caso que afirmamos que los seres humanos somos, de hecho, inteligentes. Ahora bien, si esto es cierto, de ahí se deduce que el entorno en el que vivimos también debe ser inteligente, porque somos síntomas de ese entorno. Una cosa va con la otra. Te costará convencerme de que los síntomas inteligentes son posibles en una organización carente de inteligencia.
Pertenecemos a este mundo. No hemos llegado aquí procedentes de otro lugar. En este universo, no somos turistas: somos expresiones del universo, así como las ramas y los frutos son expresiones de los árboles. En ningún lugar encontraremos organismos inteligentes viviendo en entornos no inteligentes. El entorno en el que vivimos es un sistema de cooperación mutua entre varios organismos –una vasta complejidad de diferentes tipos de organismos– y el equilibrio total de todo ello hace posible nuestra vida. Empezando desde abajo, la vida humana forma parte de un mundo bacteriológico de extremada complejidad que en ocasiones nos enferma, pero que en gran medida nos ayuda con sus colonias, sociedades y métodos de reproducción. Nuestra sangre y nuestras venas, huesos e intestinos dependen de ese mundo, y eso si solo atendemos al nivel bacteriológico.
Los insectos también son tremendamente importantes para nosotros. Si hablamos con un entomólogo instruido, nos hará entrar en pánico al revelar cierto número de razones concluyentes por las que los insectos heredarán la Tierra. Entretanto, no estamos del todo dominados por las moscas, porque existe un número suficiente de arañas para mantenerlas a raya. Y hemos de considerar los pájaros y las flores. Los pájaros e insectos se necesitan entre sí, así como las flores y los insectos, especialmente las abejas. Su aspecto es diferente, pero desde cierto punto de vista podríamos decir que las flores y las abejas son aspectos diferentes del mismo organismo porque unas no podrían existir sin las otras. En esta mezcla interdependiente, si introducimos las complejidades de las cualidades atmosféricas y otras, pronto nos daremos cuenta de que lo que llamamos cuerpo y cerebro están profundamente implicados en esta red de otro tipo de organismos.
No encontramos huevos sin gallinas, ni gallinas sin huevos; en cierto sentido, una gallina es la forma que tiene el huevo de transformarse en más gallinas y huevos. Todo va de la mano, pero a los occidentales nos cuesta entenderlo porque estamos fundamentalmente comprometidos con el uso de un método analítico de percepción que subraya aspectos particulares del mundo. Por otra parte, solo atribuimos nombres y símbolos a aspectos del mundo que consideramos significativos, y existen muchos otros elementos del universo que ignoramos por completo. Los niños pequeños señalan y preguntan «¿Qué es esto?». Pero no les respondemos a menos que reconozcamos lo que perciben y lo consideremos importante. ¿Con qué palabra podemos designar un espacio seco? ¿Cómo llamamos a la superficie interior de un tubo? ¿Por qué los inuits tienen muchos nombres para la nieve y los aztecas empleaban un mismo término para la nieve, el granizo y el hielo?
Nombrar aquellas cosas que consideramos importantes implica aislarlas como entidades separadas. Pero solo están separadas de forma puramente teórica y solo porque lo establecemos así: en realidad no son independientes material o físicamente. Es muy importante ser conscientes de este hecho porque cuando no lo somos incurrimos en las mayores necedades. Intentamos resolver los problemas atacando los síntomas de esos problemas, como en el intento de eliminar los mosquitos. Olvidamos que los mosquitos forman parte de determinado tipo de entorno, y que al matarlos estamos alterando ese ecosistema; por ejemplo, acabamos por matar a las criaturas que dependen de los mosquitos para su existencia.
Por la misma razón, antes de inyectar medicamentos en el organismo humano o alterarlo con ciertas operaciones, debemos estudiar el cuerpo en gran detalle o nos arriesgamos a infligir consecuencias perniciosas o impredecibles. También hemos de examinar minuciosamente la ecología de una zona antes de implementar la agricultura, y resulta fácil entender que no actuar así provoca resultados devastadores. Y a fin de superar nuestro característico sentimiento de hostilidad hacia el mundo exterior y dejar de conquistar la naturaleza con excavadoras y el espacio con cohetes, tenemos que comprender que el universo somos nosotros mismos, tanto como lo son nuestros cuerpos. Tenemos un cuerpo interior y un cuerpo exterior, y los dos son inseparables. Esta indisociabilidad debería frenar a todos los tecnólogos, ya que probablemente no deberíamos afrontar una situación específica con penicilina y DDT sin conocimiento de causa, porque ¿cómo sabremos cuándo parar? Sin saberlo, podríamos estar discriminando el excedente de un determinado aspecto –por ejemplo, los grillos o la flora estomacal– y en consecuencia tener que fomentar un nuevo crecimiento poblacional o arriesgarnos a las consecuencias.
Esta es la razón por la que los taoístas enseñan el wu wei. Viene a significar algo así como «no interferencia», en especial en lo que atañe a la naturaleza y a la política. Se acerca a nuestro concepto de laissez-faire, pero no del todo, porque los taoístas entienden que actuar en la naturaleza es inevitable; no podemos aislarnos totalmente del mundo. A cada aliento que damos, interferimos en algo. El arte del wu wei consiste en que, al interferir, hemos de procurar no oponer resistencia. Al cortar madera, conviene seguir la dirección de la veta. Si alguien te ataca, utiliza el judo; la violencia de la otra persona provocará su caída. Análogamente, navegar respeta el wu wei, remar no.
A diferencia de lo que ocurrió en Occidente, los taoístas consideraban el cosmos como un vasto organismo universal que no obedece a una deidad. En la filosofía china no hay una figura que produzca el mundo u ordene su aparición. No existe un principio central y no hay nada que emita órdenes a las partes subordinadas. Por el contrario, todo se organiza, con inteligencia, por sí mismo.
{ ¿Qué cambiarías si fueras Dios? }
Este es el principio de ziran, que significa «por sí mismo» o «lo que es en sí mismo». Para los taoístas, todo el universo es un sí mismo, un sistema autorregulado, y el individuo no es simplemente una parte de ese organismo de mayores dimensiones, sino la expresión del todo. Y, como he expresado en otra parte, el todo depende de su expresión particular, así como la expresión depende del todo. El término japonés jijimuge también recoge este principio de interdependencia mutua.
Sin embargo, al observar la imagen de conjunto, resulta un tanto enigmática, y se nos despiertan todo tipo de objeciones a la hora de considerarla inteligente. Podemos pensar en ciertas mejoras, como si gracias a cierta ciencia consciente pudiéramos reconstruir el universo y eliminar la necesidad de mosquitos o reorganizar el cuerpo humano de forma óptima. No hace falta decir que añadir nuestras mejoras tendría otras consecuencias, y probablemente no disfrutaríamos de todas ellas. De ahí el dicho «Ten cuidado con lo que deseas».
¿Qué cambiarías si fueras Dios? ¿Qué tipo de universo diseñarías? Conviene pensarlo de vez en cuando. Soy de la firme opinión de que, si se nos exigiera dar forma a nuestro propio universo y observar los resultados, acabaríamos por establecer el modelo exacto que todos conocemos. Todos estos principios fundamentales –vibración, energía y el equilibrio del yin y el yang de los elementos positivos y negativos– configuran este modelo, algo que resulta increíble.
Aun así, experimentamos dificultades para concebir el universo como un organismo inteligente. Los físicos han elaborado mapas para describir el comportamiento de los núcleos que incluyen partículas rotacionales u ondas‐partículas, que parecen más matemáticas que los organismos vivos porque esperamos que un organismo tenga un aspecto viscoso, con carne, sangre y todo lo demás. Si observamos con el microscopio, no veremos el organismo, pero al observar en la otra dirección, al resto del universo, nos descubrimos aquí, sentados y desplazándonos en uno de esos electrones. Una de las razones por las que nos resulta difícil formular la idea de que existe una inteligencia operando aquí se debe a que todo lo que somos capaces de percibir son fuegos artificiales: el gran espectáculo del gas radiactivo. Gran parte escapa a nuestra inspección consciente, y no podemos ver el diseño total.
Por lo tanto, cometemos el error de concebir el universo como una especie de artilugio y pensamos en nosotros mismos como en una realidad que ha llegado a existir por accidente. Es gracioso que nos despreciemos diciendo que somos fortuitos, una suerte de accidente químico acontecido en una roca insignificante que orbita en torno a una estrella menor en el borde una galaxia sin importancia. Y se supone que eso es lo que somos, y que flotamos en un universo que reacciona con indiferencia ante nosotros. Al mismo tiempo, este miserable y diminuto accidente químico es capaz de reflejar una imagen del vasto cosmos en el interior de su diminuta cabeza, y es consciente de actuar así. Por lo tanto, somos pequeños en tamaño, pero vastos en comprensión. ¿Cuál de estos dos aspectos es más importante?
Si somos capaces de comprender –es decir, desde un punto de vista estrictamente científico– que un organismo individual forma parte de su entorno (las abejas con las flores, las flores con los gusanos, los gusanos con los pájaros, y así sucesivamente), entonces, ¿cómo podemos definirnos a nosotros mismos como lo que ocurre simplemente dentro de nuestra piel? Todo lo que acontece en nuestro cuerpo resuena con todo lo que sucede en el exterior y constituye, por lo tanto, un único campo complejo de conductas y comportamientos diversificados. Incluso cuando la consideramos solo desde un punto de vista físico, la red resulta evidente.
Sin embargo, leer libros de ecología, botánica, zoología, astronomía y física solo derivará en el tipo de comprensión teórica de la que estoy hablando. Por sí misma, este tipo de comprensión no nos llevará muy lejos. Específicamente, no tendrá un gran efecto en nuestra forma de vivir el día a día. Ese nivel de cambio exige un conocimiento de una naturaleza emocionalmente más convincente. Si pretendemos cambiar nuestra forma de actuar en relación con nuestro entorno –por ejemplo, evitar seguir destruyéndolo como hacemos hasta ahora–, necesitaremos algo más que un conocimiento puramente teórico.